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Sentido

 Incrédulo, no terminaba de aceptar que estaba próximo a alcanzar su tan ansiado objetivo. Se encontraba, después de tanto esfuerzo, preparado en el atril que dominaba el centro de la plaza Universal. Los senadores lo escuchaban atónitos, sin quitarle el ojo de encima, presos todavía por el asombro que generaba su insólita genialidad. Creyó que aquel momento no llegaría jamás. El día en que dejaran de burlarse de él y lo reconocieran por lo que era. El investigador más prometedor de las nuevas generaciones. Parecía un sueño hecho realidad.

El incesante pitido lo arrancó abruptamente del suceso onírico. Claro que no había sido nada más que eso, una fantasía. Extendió la mano hacia la mesa de noche y tanteó en busca de la alarma, pero encontró por accidente, en su lugar, al botón de las persianas. Estas se levantaron permitiendo el paso a un gran caudal de luz proveniente de la calle, que impactó de lleno en su cara. En ese instante recordó que había programado la alarma para que sonara tan temprano porque le quedaban apenas unas cuantas horas para terminar la presentación, antes de exponer esa misma tarde.

Se vistió apresurado y salió de su diminuto departamento rumbo al ascensor, dispuesto a ir a la planta baja. En el detestable camino rutinario hasta la calle se cruzó con muchos de sus colegas del último turno, que regresaban a descansar. Era uno de los inconvenientes de vivir en la pensión del instituto; toda esa gente repulsiva, inevitable. Avanzó con la cabeza gacha, evitando los ojos de todos. No toleraba sus miradas condescendientes, sus susurros clandestinos mal disimulados, sus infaltables sarcasmos, no aguantaba más a nadie que lo juzgara, sobretodo porque empezaba a temer que, a pesar de sus malos tratos, llevaran la razón. Estaba harto y exhausto. Los días lo encontraban cansado ni bien despertar, y lo que ansiaba por encima de todo era poder seguir escondido en su cama. Se cuestionaba cómo había llegado a este punto, cómo había podido ser tan iluso de pensarse diferente y mejor que los demás. En su estúpido afán de rodearse de gloria lo único que había conseguido había sido demostrarse a si mismo, y al resto, lo equivocado que estaba.

Anduvo, perdido en cavilaciones, el camino que lo separaba de su último recurso. Lo había pensado de mil y un maneras y aún no era capaz de encontrar eso que tanto tiempo había estado convencido que se hallaba al final de su investigación. Ya no tenía tanta confianza en dar con ese detalle sorprendente, esa revelación impactante, que demostraría sin lugar a dudas que no era el inútil que todos pensaban. Bueno, quizás no todos, sus padres siempre lo habían apoyado, hasta cuando les había hecho saber que no sería florista como su padre, ni ingeniero especializado en naves crucero de viaje interdimensional como su madre. Constantemente habían tratado ellos de hacerlo sentir que era capaz de tomar el rumbo que quisiera para su vida, incluso el más difícil y a la vez renombrado de todos, el de investigador del instituto. Pero él nunca había estado seguro de estar a la altura de la fe de aquellos. Tan sumido en sus pensamientos había caminado, que no se percató de haber recorrido todo el camino hasta el edificio central de pruebas del instituto, ni de haber entrado y deambulado por sus pasillos, hasta que volvió a la realidad justo frente a la entrada de la sala de entrevistas experimentales. La única esperanza que le quedaba ahora de demostrarse digno se hallaba en la habitación contigua. Abrió la puerta con un débil empujón y entró cabizbajo.

Su sujeto de investigación se materializó a pocos metros de él y lo que era un espacio completamente blanco y vacío se transformó súbitamente en el interior de un colosal palacio de mármol y oro, adornado por donde se viera con las mas imponentes y maravillosas esculturas. Había frescos exquisitos en cada pared y una cúpula –tan alta que no le sorprendería ver pájaros revoloteando por allí arriba– que exhibía una extraordinaria pintura, similar a aquella tan famosa que los humanos tenían plasmada en una capilla harto conocida entre los de su especie. En el aire se percibía un placentero perfume, y una grata melodía aterciopelada le acariciaba los oídos. Se vio reflejado en el pulido mármol de una pared cercana y la imagen que esta le devolvió era la de un hombre, anciano pero en buena forma física, con una cara que transmitía una profunda sabiduría y al mismo tiempo una plácida amabilidad. Llevaba la larga barba prolija y su cuerpo estaba cubierto por una majestuosa toga blanca con ribetes dorados. Que aspecto curioso le adjudicaban algunos terrícolas, tanto a él como a la sala.

Notaba a la recién llegada un tanto confusa, perdida, lo cuál era ciertamente comprensible, dada su situación.

¿Qué ha ocurrido? ¿Estoy en el cielo? ¿Acaso morí? Hace un segundo estaba en mi desván, leyendo, debo haber perdido la cabeza. ¿Qué es este lugar y quién es usted? Humm… señor. — dijo la invitada, reparando en él finalmente.

Te he convocado aquí para conversar un poco, relájate, tras esto volverás al lugar y tiempo exacto en el que fuiste retirada. Y respecto a las demás preguntas: puedes pensar eso, no, y creo que ya lo sabes. — respondió él. Mientras menos información le diera más fácil sería para ella procesar todo aquello.

¡Dios mío! — soltó, como a medio camino entre una exclamación y un título para referirse a él. — Te juro que si dudé de ti alguna vez, me arrepiento y ruego tu perdón.

Vamos, te he dicho que te tranquilices. Para ti podrá ser igual, pero a mi sí que me sirve ganar tiempo, así que al grano. Responderás tres sencillas preguntas: ¿Qué piensas que es lo peor que tiene la humanidad? ¿Qué dirías que es lo mejor? Y por último dime, ¿hay algo que creas indispensable para su existencia?

Sí, mi señor. Estoy encantada de hacer su voluntad. — dijo, y tras una breve pausa agregó — Le imploro tan solo unos minutos para pensarlo, excelentísimo padre celestial, no quisiera darle una respuesta banal.

Su exceso de reverencia lo irritaba ligeramente, pero no quiso distraerla con nimiedades. Pasaron unos cuantos minutos en silencio, la chica se notaba con la mirada pérdida, entregada del todo a la formulación de sus respuestas. Finalmente, la muchacha logró poner en orden sus ideas y comenzó a transmitirle sus conclusiones.

Yo… No se qué decir. Estoy realmente estupefacto. — exclamó tras haberla oído. — Esta es la respuesta que eludía a mi inteligencia. ¿Cómo puede ser que lo hayas apreciado de una forma tan espléndida en un lapso tan acotado de vida, con una perspectiva tan… limitada? — dijo casi entre lágrimas.

Si me permite, señor, cuando uno vive como nosotros, en el mundo que nos ha tocado y el que hemos formado, es sólo natural llegar a estas conclu… — comenzó a explicarse así la chica, exultante, cuando se vio prematuramente terminado su discurso.

Si, si, como dije antes, el tiempo no me sobra así que adiós. Ah, y gracias. — la interrumpió él, y con un chasquido de sus dedos la muchacha desapareció, seguida del entorno que había imaginado, devolviéndolo a la vacía blancura.

Fue sin dilación a la plaza y una vez allí caminó lentamente hacia el centro de la misma, con la cabeza bien alta y mirando a todos los presentes a la cara, uno a uno, hasta colocar la documentación de su investigación en el atril. Por los lados y por delante se encontraba rodeado de tribunas. Opuestos al atril, en la tribuna ubicada al medio, los senadores lo escrutaban inquisitivos. Parecía que ni siquiera el acelerado palpitar de su corazón se les escapara. Las gradas laterales estaban repletas de personas del ambiente científico, entre los que alcanzó a distinguir a sus propios colegas; una cantidad considerable de periodistas, ansiosos por tacharlo irremediablemente de necio; y finalmente, allí estaban ellos, sus padres, quienes no podían ocultar su nerviosismo por mucho que lo intentaran. Aunque sí que apreciaba el esfuerzo. Sin embargo, deberían serenarse, los iba a hacer sentir mas orgullosos que nunca, ya no albergaba ninguna duda al respecto.

La Gran Anciana, distinguida cabecilla del senado, lo atenazó con la mirada como si pretendiese derretirlo solo con el poder de su desdeñoso semblante.

Bien Jioh Vaah, aquí estamos. Aceptamos concederte la oportunidad solicitada para que intentes justificar tus delirios. Por lo tanto cuéntame, ¿cómo vas a convencernos de que tu fallido planeta tiene sentido alguno? ¿Cuál es el significado de la existencia de sus habitantes? — abrió ella, implacable. — Una civilización de cabecera a la cual ni siquiera has dicho el sentido que diseñaste para sus vidas, una necedad a mi parecer. Como tu mismo expresas en tus informes, tus creaciones han logrado un escaso avance en el uso de la razón, se la pasan de una guerra a la siguiente, entre luchas y conflictos sostenidos por los motivos mas variados y absurdos. Sufren penurias, y ni cuando deberían ser felices se dan por satisfechos, anhelando siempre algo más, sintiéndose siempre en falta. ¿Qué tienes para decir a favor de una sociedad global que, al contrario de la de cualquiera de tus colegas, es mayormente individualista, muchas veces cruel y por lo general injusta? — sentenció con un deje de pesadumbre en su voz.

Debe conocer usted sabia Anciana, al igual que el resto del honorable senado, que he realizado un experimento de última hora. El mismo ha consistido en convocar a una de mis creaciones, que tanto subestima usted, —pero no la culpo, yo mismo había llegado a hacer lo mismo— para que respondiera a tres simples preguntas. He de ser fiel a la verdad, el objetivo final de esto era resolver la cuestión, que preocupaba a mi antes que a nadie, sobre si soy un loco o sencillamente un genio innovador que se atrevió a lo que otros temieron intentar. — dijo él, y dejó que su introducción se asentara antes de continuar. — He indagado en primer lugar acerca de la más grande debilidad que mi sujeto de experimentación pensara que tenía su especie. A continuación, acerca de su mayor don, y para finalizar, la cuestioné por algo que pensara que les imposibilitaría vivir de no tenerlo. Su respuesta me dejo pasmado. Me vi superado en intelecto por un miembro común de esta raza a la que usted tanto menosprecia. Y sospecho, con mucha seguridad, que usted también se verá anonadada y aventajada. ¿Puede imaginar acaso la respuesta que me fue concedida?

La Gran Anciana negó con la cabeza, era evidente su exasperación.

Me ha dicho, — siguió él — que la respuesta para las tres preguntas residía en un solo concepto. — se escuchaban murmullos en las gradas mientras sus palabras calaban en la audiencia, como él había anticipado, por lo que no se permitió parar. — El concepto en cuestión es el de la libertad. La joven humana me explicó que su mayor debilidad como grupo es la libertad mal empleada, ya que encarna a las personas que, en vez de buscar el bien para si mismos y para su comunidad, tienen como foco de sus deseos el disfrute a costa del resto, sin importar el daño a las vidas ajenas. Esto es el origen de los males más terribles que enfrentan como pueblo. Pero, al mismo tiempo, lo mejor que poseen es esa misma autonomía, que los identifica como seres capaces de decidir por si mismos y forjar, a cada paso, su destino, siendo dueños y protagonistas del mismo. Cada uno de ellos intenta con todas sus fuerzas de vivir la mejor vida que pueda, y lo más destacable es que al poseer esa independencia, todos tienen la posibilidad de darle un sentido propio a sus vidas. Una maldición y una bendición, depende enteramente de ellos. Y esta, su señoría, es la única cosa sin la cual no podrían, no querrían, vivir. — y de esa forma zanjó su exposición, satisfecho ante el asombro en las expresiones de cada uno de los presentes, a excepción de dos que obviamente sonreían de oreja a oreja, sus padres.

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